El gordo Rinaudo los había comprado de cachorros, a unos vendedores ambulantes que estaban en la peatonal, quienes le hicieron creer que eran cruza con Rottweiller. En realidad, eran cruza, pero vaya a saber uno con que. Raza Delmon, diría mi hermana... del-mon-tón... en fin, permítaseme el chascarrillo.
La cuestión es que el gordo les quiso poner un nombre bravo, que meta miedo de solo oirlo, y aconsejado por un contador amigo, quien ya le había puesto nombres ridículos a sus perros, terminó eligiendo Judas y Caín.
Pero nada mas alejado de la maldad que estos chuchos recogidos de la calle. Alegres, recibiéndote siempre moviendo el rabo y sacando la lengua, lamiéndote de amor y felicidad; podías quitarles un hueso de la boca sin que te hicieran el más mínimo daño.
Rinaudo tenía una casa como con cincuenta metros de fondo, así que Judas y Caín retozaban libremente. Siendo que eran tan tontos su perros, llamaba la atención que nadie se hubiera metido a robar alguna noche a la casa del gordo. Tal vez porque los perros eran grandotes; aunque sin ser feroces generaban algún respeto a la distancia.
Un día estábamos en un asado de amigos en lo de Rinaudo. Ese dia había sido invitado el padre Gavilán, un cura santiagueño conocido de la familia del gordo. El sacerdote miraba a los perros desde lejos, con los ojos entrecerrados, y entre costilla y costilla se persignaba diciendo -Ió no me fiaría de esos perros, chango-.
Y esa misma noche, pasó algo increíble.
Un ratero que merodeaba por los techos, y al parecer conocía de las bondades de los perros, se animó a colarse por el fondo. También sabía que esa noche no había nadie en la casa de los Rinaudo porque se habían ido a una fiesta de casamiento.
El ratero convidó con un suculento hueso a Judas, quien lo había recibido, como habitualmente a cualquiera, saltando de alegría y moviendo el rabo. Apenas le llamó la atención al maleante, que Caín no apareciera -estará durmiendo- pensó.
Comenzó a caminar el sujeto hacia la casa, Judas lo acompañaba, jugueteando con él y robándole caricias en el lomo, pero a unos pocos metros de la ventana por la cual el ladrón se pensaba colar a la casa, Judas se detuvo y se sentó en el piso.
Un gallo cantó tres veces, el ratero, poco versado en asuntos bíblicos, pasó por alto el detalle, y siguió hacia la ventana. Tan confiado estaba de su éxito que tampoco notó que Caín, con un cascote de considerable tamaño sujeto a su mandíbula, estaba apostado sobre el techo de la casa, a la altura de la ventana. Dejó caer tremenda piedra Caín sobre la cabeza del ladrón, con tanta precisión, que lo hizo morir casi en el acto.
-Traidor- alcanzó a balbucearle a Judas antes de morir. Este lo miró, moviendo el rabo, con una carita como diciendo -hombre, ¿de que te sorprendes? esto ya habia sido escrito hace miles de años-.