24 de septiembre de 2011

El Fiel Bachicha

Esta es la historia de lo que le ocurrió a un humilde muchacho de barrio Centenario.
Un jóven que a duras penas pudo terminar la escuela primaria, que ya a los diez años trabajaba como ayudante en la verdulería del FO.NA.VI. Un jóven que todas las tardes, infaltablemente, se dirigía a un baldío cercano a su hogar para jugar a la pelota, al fútbol, soñando con que algún día podría jugar en Colón -el club de sus amores- y llegar a ser un astro del mencionado deporte, como Messi, o Maradona.
Así como era de hulmide, era de tímido.
Lo humilde lo obligaba a usar como pelota algún zapallo podrido que no se había vendido ese día en la verdulería, lo tímido lo condicionaba a que su único compañero de juego, aquel que desempeñaba el papel del arquero rival, fuera su fiel perro Bachicha, el cual, luego de la agotadora jornada como guardavallas se contentaba con lamer con devoción las semillas del zapallo ya destrozado por los puntapiés del jovencito. Cuentan que alguna vez, alguna de esas semillas se incrustó en el intestino delgado del animalito, y que con el tiempo creció y luego brotó, por el ojo del perrito, una planta de zapallo muy verde y frondosa.

Pasaron unos cuantos años hasta que un conocido dirigente del ambiente futbolístico lo vió pateando el zapallo con tanta elegancia, y a la vez precisión, que lo llevó inmediatamente para que se probara en el club. No fue difícil imaginar que si era hábil con un zapallo, mucho más lo era con la pelota, tanto así que inmediatamente le ofrecieron que fichara para la institución.
Pero... ¡Oh, que cruel ironía del destino! el club que quería disponer de sus servicios era Unión, el eterno rival de los sabaleros. El joven necesitaba tanto el dinero, que tuvo que traicionar a su corazón y firmar para los tates.

Su vida comenzaba a modificarse abruptamente casi sin que pudiera dominar la situación; la noche en que le comunicó la noticia a su familia, su padre -seguidor incondicional del equipo rojinegro- lo echó de su casa y dejó de dirigirle la palabra. Su humilde personalidad no le permitía comprender ni dominar la extraña combinación de sentimientos que lo invadían -rabia y tristeza por un lado, alegría y satisfacción por el otro- , y solitario fue a parar al baldío donde había aprendido a pegarle al zapallo, se sentó sobre una vieja cubierta de neumático y se largó a llorar. Al escuchar su llanto, apareció el fiel Bachicha moviendo su corto rabo, con su ojo brotado, y le pasó unos consoladores y a la vez ásperos lengüetazos. El joven enfurecido descargó toda su impotencia sobre el pobre can y le propinó un fortísimo zurdazo, tanto que si el perrito hubiese sido pelota, hubiera constituído un remate difícil de atajar aun para el más experimentado de los arqueros.

Pasó el tiempo -unos siete u ocho meses desde aquella patética noche- y el muchacho ya vivía en forma independiente y feliz; en base a sus actuaciones en el rectángulo de césped, se había ganado el aprecio de los dirigentes, del director técnico y de buena parte de la hinchada tatengue. Solamente empañaba su alegría el triste recuerdo de aquella noche, desde la cual no había vuelto a ver ni a su padre ni a su perro.

 Y llegó el día clave de nuestra pequeña historia, el día más esperado por toda la ciudad y tan temido por el nuevo crack, ¡el día del clásico santafesino!, en el estadio del barrio Centenario se enfrentaban Colón y Unión. El muchacho vivió los días previos con mucha tensión, casi no probó bocado y apenas prestó atención a las instrucciones que le impartió su D.T. durante la semana.
Llegada la hora de salir al campo de juego, el jóven, con el nueve en la espalda, tomó aire y salío al verde césped todavía los ojos cerrados. ¿Qué capricho del destino quería hacerle aún más doloroso el partido?.
Cuando abrió los ojos vió con sorpresa que el arquero de Colón era ni más ni menos que su fiel perro Bachicha. Su papel de partenaire en el viejo baldío, tantas horas al arco, tantos zapallazos atajados, no habían sido en vano, el perro era un arquero extraordinario. Hacía dos meses ya que defendía el arco sabalero y aún no le habían convertido ningún gol a pesar de que su ojo brotado le impedía tener una visión panorámica completa del desarrollo del juego dentro de la cancha.

El primer tiempo finalizó cero a cero; el joven había jugado de manera bochornosa y había sido silbado, e incluso insultado por la parcialidad rojiblanca. Se cuenta que en los vestuarios el técnico le dijo severamente: -¡Si no hacés un gol en diez minutos te saco del equipo!-. En la primera jugada del complemento le robó la pelota a un rival y como un león herido que combate por última vez, enfiló hacia el arco de los rojinegros eludiendo en su camino a tres defensores de manera magistral. Al quedar sólo frente al arco levantó la vista y vió al fiel Bachicha debajo de los tres palos, y vió a la hinchada sabalera sufriendo desde los tablones de madera donde alguna vez él había estado saltando, y vió entre los hinchas a su padre tapándose la cara para no mirar el desenlace de la jugada, entonces pensó: "no puedo hacer el gol, no puedo", e intencionalmente le pegó muy suavemente a la pelota; le salió un tirito tan débil que era una masita para el arquero.

Pero créase o no... el Bachicha se dejó hacer el gol.

¡Qué gesto el del fiel Bachicha! ¡Hasta que punto puede llegar una demostración de sincera amistad y verdadera fidelidad!. A pesar de aquella patada en el baldío, el perrito demostró con esa sorprendente actitud que mas allá de todo seguía siendo su Bachicha. El joven y su can se abrazaron y lloraron juntos en el punto del tiro penal, gruesas gotas de lágrimas saladas caían desde los lacrimales del muchacho, largos chorros de savia eran vertidos desde el tallo que brotaba del ojo del perrito. En la tribuna popular, el padre del muchacho, con los ojos inundados de lágrimas, con la espalda inundada de sudor, se puso de pie y comenzó a aplaudir; su actitud fue imitada por todos los concurrentes al estadio.

El árbitro, sin poder ocultar su emoción, decidió finalizar allí mismo el partido, el cual, unos días mas tarde, fue declarado empate moral por la Asociación del Fútbol Argentino.

14 de septiembre de 2011

Quien se Come la Última Porción de Torta es el Próximo que se Casa.

Mentira absoluta, altamente infundada, no la crea, en serio se lo digo. No tiene un sustento lógico ni casos comprobados conocidos.
Es mas, me tomaré el atrevimiento de contar una historia hasta ahora nunca revelada:
María Buena, la mujer que consagró la mitad de su vida a comer la última porción de torta, y jamás fue desposada.
Luego de un par de noviazgos frustrados -con promesa de casamiento incluida-, María Buena siente la necesidad de refugiarse en algo.
Lo curioso del caso es que la despechada dama no acude a los clásicos sistemas de contención que todos conocemos para estos casos, como ser:
  • invocación a los santos
  • visita a curanderos y sanadores
  • asistencia de celestinas
  • grupos de autoayuda
Pues no, hete aquí que contrariamente a todo lo esperable, se hace devota de la creencia popular que nos tiene en cuestión: si uno está en una reunión y se sirve la última porción de torta que queda en la bandeja, será el próximo en contraer matrimonio.
Primero fue en forma disimulada, en cada fiesta, reunión o convite en el que fuera parte, se iba arrimando sigilosamente a las fuentes y bandejas, con la intención de servirse y comerse la última porción. Lo hacía con decoro y nadie había caído en la cuenta del asunto.
Claro está que no pasaba nada y ningún candidato caía del cielo para pedirle matrimonio. Ante los primeros síntomas de frustración, comentó su estrategia fallida a un par de amigas y poco tiempo bastó para que todo su círculo íntimo, y un poco mas allá también, estuvieran al tanto de la situación.
Ahora todos la observaban, y ella se daba cuenta. Incluso gente maliciosa organizó un par de asados y reuniones con el único fin de mofarse de su actitud. Esto no tardó en convertirse en una espiral ascendente de locura.
Su obsesión por comerse la última porción de torta, de pizza, de fiambre, de arroz o de lo que sea, se transformó en un grotesco absoluto. Entraba a las reuniones gritando y amenazando de muerte a quien osara con interponerse en su objetivo. Lo que era una gracia al principio terminó convirtiéndose en un drama. Ya nadie la invitaba a las reuniones, pero ella se enteraba igual y aparecía en el momento justo.
La última reunión de amigas en una conocida casa de té de la ciudad terminó de una manera tan bochornosa que preferimos pasarla por alto.
A María Buena la fueron dejando de lado; murió sola y abandonada. Hoy la rescato del olvido para echar tierra a una ridícula creencia popular.
Y ahora... ¿Todavía cree en la afirmación de la frase del título?

9 de septiembre de 2011

El Pedo Te Sigue

Tendríamos ocho años, o nueve, tal vez diez como mucho. Era por aquellos años. Estábamos en el recreo, conversando, o cambiando figuritas, no viene al caso.
En eso, se me escapó un pedo, entonces me alejé un poco del lugar.
Uno me preguntó: -¿Adonde te vas?.
- Vámonos, rápido, que me tiré un pedo-, los invité a alejarse conmigo.
- Por mas lejos que te vayas, el pedo te sigue-, me rebatió Gonzalez.
Y allí se instaló la polémica. Un grupo de párvulos adheríamos a la idea de que lo que decía Gonzalez era descabellado, ilógico, imposible: cualquiera puede darse cuenta de que un pedo no se mueve por si mismo.
Otro grupo lo apoyaba con una afirmación irrefutable: si te alejás, seguís sintiendo el olor cerca tuyo, ergo te sigue.
Las posiciones parecían irrecoinciliables y las burlas entre uno y otro grupo, bandos a esta altura, iban y venían en aumento, en cantidad y crueldad.
Sin embargo, la idea de que "el pedo te sigue", iba ganando adeptos en el inconciente del grupo. En el patio, durante el recreo, podía verse niños que, sin causa aparente, comenzaban a caminar en zig zag, haciendo firuletes y fintas incomprensibles, recorridos irrazonables. Éramos mayormente los del primer bando, que si bien rechazábamos la idea de Gonzalez, en nuestras conversaciones ya la habíamos aceptado implícitamente.
- Te puede seguir si te vas caminando derecho, pero no creo que pueda doblar-, dije yo. Y todos nos cruzamos miradas cómplices, como sabiendo que era lo que teníamos que hacer. El mito de Gonzalez había truinfado.
El tema se fue diluyendo a fuerza de los contínuos retos de las maestras para exigirnos que camináramos derecho y formando fila. A fin de año, solo el chueco Barthez y yo seguíamos haciendo trayectorias complicadas para confundir al pedo en su afán perseguidor.
Ninguno de mis compañeros de la primaria, ni siquiera Gonzalez, recuerda esto.
La cuestión quedó en el olvido, sepultada, pero si algún dia me ven que voy y luego vuelvo sobre mis pasos, doy un giro repentino e insospechado y camino como si fuera por dentro de un laberinto invisible, entonces contengan la respiración.

7 de septiembre de 2011

Un Buen Hombre de Gran Corazón

Érase una vez un buen hombre de gran corazón.
Tan bueno era él y tan grande su corazón, que todos lo apreciaban.
Una vez se enamoró perdidamente y vendió su corazón a una bellísima mujer.
Era tan mala y mezquina como bella.
-¿Que puedo hacer con este corazón tan grande y tan bueno, todo para mi solita?-, pensó.
Asi pues, se le ocurrió subdividirlo en parcelas y lotearlo.
Hizo buen dinero, ya que lo dividió en siete lotes, ella se quedó con uno y vendió los seis restantes.
Ahora este buen hombre, ya no puede amar perdidamente nada mas que a su mujer.
Tan solo profesa un amor mediocre y sencillo repartido entre siete personas, por orden de superficie cubierta, a saber:
  1. Su bella mujer.
  2. Un tío de su mujer.
  3. El peluquero de su mujer.
  4. Una prima de la escribana que hizo las escrituras de los lotes.
  5. Un concejal de Venado Tuerto.
  6. Un cardiocirujano que usa su parte para perfeccionarse.
  7. Un kinesiólogo de Tandil (con éste, como lo compró por invertir en algo una herencia que había recibido, casi no se ven, unas vez cada dos años, a lo sumo).